El muro de 1,900 millas entre Estados Unidos y México propuesto por el Presidente Trump sería un desastre para la economía, el medio ambiente y las comunidades que viven en la frontera. Yo sé lo que les digo. Yo crecí en la frontera.
Cuando era chico, a comienzos del siglo veintiuno, yo iba a la escuela como cualquier otro adolescente, excepto que para llegar a ahí, cruzaba todos los días la frontera entre Estados Unidos y México. Mi madre, en ese entonces una maestra mexicana de bajos ingresos con visa de trabajo, se despertaba antes del amanecer y para asegurarse que la familia estuviera en el carro y en camino poco después de las seis de la mañana. Al cabo de un breve trayecto llegábamos a la larga fila de autos llenos de estudiantes y trabajadores que buscan cruzar de Mexicali, México, a Imperial Valley, California.
Así como sigue sucediendo casi veinte años después, el embotellamiento mañanero corría paralelo a la imponente cerca de acero de al menos 20 pies de altura que separa a los dos países. “La línea”, como se le dice localmente, está fuertemente custodiada por agentes de migración, drones y torres con cámaras de video. Al final del cuello de botella, los oficiales estadounidenses revisan los documentos y la carga de los viajeros desde pequeñas cabinas. En un buen día, cruzar tomaba alrededor de una hora; en uno malo, hasta dos horas y media. Siempre fue desagradable demorar tanto, especialmente porque la casa en Mexicali quedaba a tres millas del trabajo de mi madre y la escuela en donde mis hermanas y yo estudiábamos.
Soy un fronterizo. Es decir, crecí en la frontera —exactamente donde Trump quiere construir el muro que promovió durante su campaña presidencial. Soy ciudadano estadounidense por nacimiento y amo a mi país, mientras al mismo tiempo considero a México mi hogar. Este compromiso compartido no es sorprendente. Después de todo, los fronterizos solemos trabajar en ambos países, comprar en ambos países y, cuando la línea es corta, es usual visitar a amigos y familiares en ambos países cualquier día de la semana. En otras palabras, la frontera es una comunidad dividida por una cerca; una comunidad que un muro gigantesco y la retórica anti-inmigrante de la nueva administración puede fácilmente arruinar.
Para personas de otros lados, la frontera sólo existe como un lugar de caos y anarquía. Durante las elecciones presidenciales, candidatos no familiarizados con esta región afirmaron repetidas veces que faltaba seguridad. Sin embargo, lo que carece nuestra frontera no es seguridad (el número de agentes fronterizos se ha duplicado desde 2004), sino financiamiento para escuelas, capacitación profesional, servicios sociales de calidad, renovación de los puertos de entrada y reducir la contaminación transfronteriza.
Tanta atención en seguridad impide que el público entienda que los condados fronterizos con México tienen un nivel de pobreza dos veces más alto que el promedio nacional y que investigaciones recientes muestran una desigualdad parecida en educación, acceso a la salud y prospectos de crecimiento económico. El público también desconoce que la contaminación atmosférica causada por la agricultura, la industria manufacturera y el tráfico vehicular de ambos lados de la frontera necesita atención urgente. Lo mismo puede decirse de los costos por retrasos que ocasionan nuestros antiguos puertos fronterizos, los cuales le cuestan a nuestra economía hasta 7 mil 800 millones de dólares al año.
Construir un muro distrae a la población de los problemas reales de las comunidades fronterizas. A su vez impone un serio costo al país. Sin incluir su mantenimiento, insensato proyecto le costaría por lo menos $15 mil millones de dólares a los contribuyentes estadounidenses, suficiente dinero para enviar a 1,4 millones de niños a la escuela por un año.
Un muro fronterizo también dañaría al medio ambiente de manera irreparable, ya que crearía obstáculos en los caminos migratorios de lobos en peligro de extinción, borregos cimarrones, ocelotes, entre otras especies. También obstaculizaría el flujo natural de las vías fluviales, e incluso contribuiría al cambio climático que como bien sabemos estamos ocasionando, ya que producir el cemento para tal obra arrojaría millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Earthjustice ha trabajado durante años para proteger al lobo gris mexicano, en peligro de extinción, y para reducir la huella de carbono de los Estados Unidos. Construir este muro arrastraría a nuestro país a la dirección equivocada.
Un muro tampoco nos haría más seguros. Hay poca evidencia que sostenga que los inmigrantes cometan más crímenes que los nacidos en Estados Unidos. Además, la migración indocumentada de México ha disminuido durante casi una década y la inmigración indocumentada en general se ha estabilizado. Los expertos señalan y las investigaciones demuestran que las políticas de migración laboral y el apoyo a las economías del sur— no la fortificación de la frontera—son acciones más efectivas para resolver la migración indocumentada.
Como fronterizo y ciudadano de los Estados Unidos, sé que nuestras comunidades fronterizas necesitan cambios sustantivo, positivos, y no un muro que las divida. Sería irresponsable utilizar nuestros recursos federales de esta manera.
No obstante, entiendo que muchos estadounidenses temen por su trabajo, su seguridad y una cultura nacional en constante cambio. Pero no podemos dejar que el miedo marque el camino de nuestro país. Somos una nación fuerte que valora la razón y la compasión, un país en el que los puentes del amor siempre deben derribar los muros del miedo.
Alejandro Dávila Fragoso es Secretaria de prensa bilingüe de Earthjustice.
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